Tanta exposición en común durante la hora del almuerzo logró que las posturas se trasladen por simbiosis al aire que respiro en breves bocanadas y se colen en un hueco, al fondo de mis razonamientos, como queriendo no llamar la atención. Desde allí mueven los hilos de mi tarde somnolienta, mientras dos rayos de sol se invitan a atravesar el ancho de la sala y clavarse decididamente en la pared opuesta al ventanal. Divagues acerca de la realidad y sus representaciones. De cómo nuestro olfato es el que le da perfume a una mujer o nuestra visión la que perfila su rostro. ¿Realmente alguien pudo creer que si cerramos los ojos por un segundo, todo lo que está frente a nosotros simplemente dejará de existir? Supongo que podemos entonces crear nuestra propia realidad, perfecta, mientras simulemos la ceguera. Tomando esta teoría, me veo obligado a hacer la siguiente diferenciación: Están aquellas mujeres que desaparecen al abrir los ojos, cuando despertamos. Y está Ana Laura.
Ana Laura cree vivir en un mundo feliz. Lo que ella no sabe es que el mundo está más triste de lo que se deja ver cuando nota su presencia. Cuando camina bordeando el descampado a la vuelta de su casa, los yuyos se convierten en frondosos árboles y las palomas en gorriones de distinguido cantar. Cada mañana, antes de partir rumbo al taller de diseño donde trabaja, se para erguida frente a las pequeñas marcas hechas en la puerta de su habitación y corrobora que no haya bajado de estatura. Una obsesión que hoy controla, pero que la ha hecho perder la cordura en varias etapas durante su niñez. Siguiendo un ritual impuesto, debe elegir entre 5 vestidos. Uno por cada día laboral. Cada diseño exactamente igual al anterior, mismo talle, mismo corte, mismo largo. Verde, Azul, Rojo, Amarillo y Blanco con lunares negros (Este último, el más atrevido. Requiere 15 minutos de autoconvencimiento frente al espejo). Ana Laura no usa zapatillas. Dice que sus pies son deformes y que por eso este tipo de calzado escapa trotando cuando los ven. Por alguna razón que ella prefiere no investigar, las sandalias y chatitas no le temen a sus diabólicos dedos y siempre son más fáciles de combinar con el color de su risa. Ana Laura se preocupa mucho si no hay Té, si el sol no la deja ver el colectivo llegar, si es retratada mirando directamente a la cámara y si su cadenita de plata se pone negra al entrar en contacto con su peleadora piel. Pero su día puede volverse positivo si recibe una carta de su mejor amiga, escucha un tema de She & Him en la radio, descubre un nuevo lunar en su cuello o encuentra una bolsa de frutillas en la heladera. En su primeras citas siempre se encarga de aclarar que es muy buena cocinera pero que las comidas mas ricas se hacen de a dos, ya que se aburrió de todos sus platos y prefiere innovar (además de que no tiene criterio a la hora de condimentar). Sabe cuando hablar, cuando callar, cuando reír pero también aprendió a no evitar llorar. No quiere hacerlo por un hombre, pero tampoco por su ausencia. No quiere que su boca represente la amargura de un desamor pero tampoco quiere olvidarse la letra e improvisar sonrisas falsas. Ana Laura se merece mucho más que las estrellas, producto de su escepticismo al no querer conocerlas. Merece La Tierra, El Sol, todas las galaxias que aún no hemos siquiera podido pensar e incluso merece una máquina con la cual pueda crear las propias, darles nombres y ordenarlas como guste para luego dejarlas expandirse en su infinita belleza y visitarlas cuando el espejo de sus ojos comience a agrietarse.
En el cajón de mi taller, tengo escondidos los planos y algunas viejas partes ensambladas de lo que será una pequeña maquina para competirle al infinito. Tanto tiempo me ha llevado planificarla y diseñarla que no es raro que me descubran dormido.
Cuando abro los ojos y noto que ella sigue estando sentada, comiendo frutillas frente a mí, me pregunto si alguna vez notará de mi presencia. Me pregunto en realidad si mi invento estará listo para cuando lo haga.