viernes, noviembre 13, 2009

La culpa de todo la tienen los peces de colores.

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No sabría confirmar si fue el reflejo del agua lo que me hizo abrir los ojos o penosamente deba reconocer que fue tan solo el miedo a ahogarme.
Agudicé tanto mi mirada tratando de pasar inadvertido entre aquellas ideas que cruzaban por mi mente que volví a cerrar mis pestañas y olvidé así donde encontrarte.
De pronto la orilla dejó de ser una realidad para convertirse en tan solo un recuerdo y el peso de mi cuerpo, lejos de estar de mi lado, comenzó a volverse mi enemigo más temido. La línea que mantiene respirando las vivencias humanas estaba por encima de toda posible reacción cuando sin llegar todavía a sentir el frío en mis brazos vi que aún no te habías hundido. Flotabas calma, como una sirena rodeada de decenas de peces que nadaban entre tu holgada ropa. Yo no quería salvarte. Solo quería dejar de escribir tu historia. Guardar en mi mente el recuerdo de aquella imagen antes de que el agua llene por completo mis pulmones y morir así pensando que todo fue un sueño. Dejé entonces de agitar mis brazos y aletear con mis piernas. Dejé que se hunda para siempre esa culpa que me condena. Pensé por última vez un verso que rime con la firme piel de tus hombros y lo escribí en el fondo del mar sobre un jardín que hoy alberga a tus peces. Juguetes indecisos que los niños miran con asombro desde el muelle que un día supo soportar otras brisas. No fue el peso de mi cuerpo lo que adelantó mi partida. Fueron aquellos peces de colores que me dijeron que volverías a ser mía.



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